martes, 1 de septiembre de 2009

QUÉ SOLEDAD LA DE LAS OLAS

Mis garras no dejan de estar, de ser vulnerables
bajo la piel del tigre. Mis labios no deja de andar mi cuerpo,
ni pueden esconderse, ni pueden desteñirse.

¿Por qué no habremos de ambular en lo infinito,
si en un instante desaparece, termina siendo
la luz del precipicio,
o solamente oscuridad perenne?

Venérea es la sangre que escurre en la mar,
sutil su candor como mi canto impío.
Aunque sea cierto que es incapaz
de concedernos
siquiera un gramo de su optimismo.

Y quise una vez transitar
por las inmensidades del recuerdo,
y fui del aire
al fuego,
del fuego al agua, del agua
salí directo
hacia los rincones de la piedad.
(Pero qué aguda
resulta ser la palabra.)

Conocí los templos de la salinidad, conocí los riscos
donde se empañan de ternura
los besos de las ninfas y de las diosas.

Anduve travieso, sobre todo fresco
de falda en falda,
de una emoción en otra,
y hoy sólo tengo
para deciros, queridos amigos:
Qué soledad la de las olas.

Y quise también volar.
Quise verterme en la conjugación del vino.
Logré escapar hacia los muslos de la verdad, morderlos
y ver cómo sus espinas
se anudaban en mi garganta.

Me enseñoreé con los deleites ––con los delirios––
la vaguedad de los peces de cristal,
que temblorosos se desgajaban
de líquido a mi alrededor.

Y entonces, lleno de rosas, de novedosos circuitos
mordí además los músculos del sol
para deciros, una vez más y terminar,
queridos amigos:
Qué soledad la de las olas.

...

1 comentario:

Loba CG. dijo...

no me gusta el ultimo parrafo.